sábado, 2 de julio de 2011

Novena del Sagrado Corazón de Jesús


Último día:
La Iglesia, comunidad de carismas (24.VI.1992)

1. 'El Espíritu Santo no sólo santifica y dirige al pueblo de Dios mediante los sacramentos y los misterios y lo adorna con virtudes, sino que también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada uno según quiere (1 Cor. 12, 11) sus dones, con los que los hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia' (Lumen Gentium, 12). Esto es lo que enseña el concilio Vaticano II.
Así, pues, la participación del pueblo de Dios en la misión mesiánica no deriva sólo de la estructura ministerial y de la vida sacramental de la Iglesia. Proviene también de otra fuente, la de los dones espirituales o carismas.
Esta doctrina, recordada por el Concilio, se funda en el Nuevo Testamento y contribuye a mostrar que el desarrollo de la comunidad eclesial no depende únicamente de la institución de los ministerios y de los sacramentos, sino que también es impulsado por imprevisibles y libres dones del Espíritu, que obra también más allá de todos los canales establecidos. A través de estas gracias especiales, resulta manifiesto que el sacerdocio universal de la comunidad eclesial es guiado por el Espíritu con una libertad soberana ('según quiere', dice san Pablo: 1 Cor. 12, 11), que a veces asombra.
2. San Pablo describe la variedad y diversidad de los carismas, que es preciso atribuir a la acción del único Espíritu (1 Cor. 12, 4).

Cada uno de nosotros recibe múltiples dones, que convienen a su persona y a su misión. Según esta diversidad, nunca existe un camino individual de santidad y de misión que sea idéntico a los demás. El Espíritu Santo manifiesta respeto a toda persona y quiere promover un desarrollo original para cada uno en la vida espiritual y en el testimonio.
3. Con todo, es preciso tener presente que los dones espirituales deben aceptarse no sólo para beneficio personal, sino ante todo para el bien de la Iglesia: 'Que cada cual .escribe san Pedro. ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido, como buenos administradores de las diversas gracias de Dios (1 Pe 4, 10).
En virtud de estos carismas, la vida de la comunidad está llena de riqueza espiritual y de servicios de todo género. Y la diversidad es necesaria para una riqueza espiritual más amplia: cada uno presta una contribución personal que los demás no ofrecen. La comunidad espiritual vive de la aportación de todos.

4. La diversidad de los carismas es también necesaria para un mejor ordenamiento de toda la vida del cuerpo de Cristo. Lo subraya san Pablo cuando ilustra el objetivo y la utilidad de los dones espirituales: 'Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte' (1 Cor. 12, 27).
En el único cuerpo que formamos, cada uno debe desempeñar su propio papel según el carisma recibido. Nadie puede pretender recibir todos los carismas, ni debe envidiar los carismas de los demás. Hay que respetar y valorar el carisma de cada uno en orden al bien del cuerpo entero.
5. Conviene notar que acerca de los carismas, sobre todo en el caso de los carismas extraordinarios, se requiere el discernimiento.
Este discernimiento es concedido por el mismo Espíritu Santo, que guía la inteligencia por el camino de la verdad y de la sabiduría. Pero, dado que Cristo ha puesto a toda la comunidad eclesial bajo la guía de la autoridad eclesiástica, a ésta compete juzgar el valor y la autenticidad de los carismas. Escribe el Concilio: 'Los dones extraordinarios no deben pedirse temerariamente, ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos del trabajo apostólico. Y, además, el juicio de su autenticidad y de su ejercicio razonable pertenece a quienes tienen la autoridad en la Iglesia, a los cuales compete ante todo no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno (Cfr. 1 Tes. 5, 12 y 19.21)' (Lumen Gentium, 12).
6. Se pueden señalar algunos criterios de discernimiento generalmente seguidos tanto por la autoridad eclesiástica como por los maestros y directores espirituales:
a. Espíritu Santo no puede ser contrario a la fe que el mismo Espíritu inspira a toda la Iglesia. 'Podréis conocer en esto el espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios' (1 Jn 4, 2.3).
b. La presencia del 'fruto del Espíritu: amor, alegría, paz' (Gal 5, 22). Todo don del Espíritu favorece el progreso del amor, tanto en la misma persona, como en la comunidad; por ello, produce alegría y paz.
Si un carisma provoca turbación y confusión, significa o que no es auténtico o que no es utilizado de forma correcta. Como dice san Pablo: 'Dios no es un Dios de confusión, sino de paz' (1 Cor. 1 4, 44)
Sin la caridad, incluso los carismas más extraordinarios carecen de utilidad (1 Cor. 13,1)3; Mt 7, 22)23).
c. La armonía con la autoridad de la iglesia y la aceptación de sus disposiciones. Después de haber fijado reglas muy estrictas para el uso de los carismas en la Iglesia de Corinto, san Pablo dice: 'Si alguien se cree profeta o inspirado por el Espíritu, reconozca en lo que os escribo un mandato del Señor' (1 Cor. 14, 37). El auténtico carismático se reconoce por su docilidad sincera hacia los pastores de la Iglesia. Un carisma no puede suscitar la rebelión ni provocar la ruptura de la unidad.

d. El uso de los carismas en la comunidad eclesial está sometido a una regla sencilla: 'Todo sea para edificación' (1 Cor. 14, 26); es decir, los carismas se aceptan en la medida en que aportan una contribución constructiva a la vida de la comunidad, vida de unión con Dios y de comunión fraterna. San Pablo insiste mucho en esta regla (1 Cor. 14, 4.5.12.18.19. 26.32).
7. Entre los diversos dones, san Pablo (como ya hemos observado) estimaba mucho el de la profecía, hasta el punto que recomendaba: 'Aspirad también a los dones espirituales, especialmente a la profecía' (1 Cor. 14,1). La historia de la Iglesia, y en especial la de los santos, enseña que a menudo el Espíritu Santo inspira palabras proféticas destinadas a promover el desarrollo o la reforma de la vida de la comunidad cristiana. A veces, estas palabras se dirigen en especial a los que ejercen la autoridad, como en el caso de santa Catalina de Siena, que intervino ante el Papa para obtener su regreso de Aviñón a Roma. Son muchos los fieles, y sobre todo los santos y las santas, que han llevado a los Papas y a los demás pastores de la Iglesia la luz y la confortación necesarias para el cumplimiento de su misión, especialmente en momentos difíciles para la Iglesia.

8. Este hecho muestra la posibilidad y la utilidad de la libertad de palabra en la Iglesia: libertad que puede también manifestar se mediante la forma de una crítica constructiva. Lo que importa es que la palabra exprese de verdad una inspiración profética, derivada del Espíritu. Como dice san Pablo, 'donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad' (2 Cor. 3, 17). El Espíritu Santo desarrolla en los fieles un comportamiento de sinceridad y de confianza recíproca (Cfr. Ef. 4, 25) y los capacita para amonestarse mutuamente (Cfr. Rom. 15,14; Col 1,16).
La crítica es útil en la comunidad, que debe reformarse siempre y tratar de corregir sus propias imperfecciones. En muchos casos le ayuda a dar un nuevo paso hacia adelante. Pero, si viene del Espíritu Santo, la crítica no puede menos de estar animada por el deseo de progreso en la verdad y en la caridad. No puede hacerse con amargura; no puede traducirse en ofensas, en actos o juicios que vayan en perjuicio del honor de personas o grupos. Debe estar llena de respeto y afecto fraterno y filial, evitando el recurso a formas inoportunas de publicidad; y debe atenerse a las indicaciones dadas por el Señor para la corrección fraterna (Cfr. Mt 18,15.16).
9. Si ésta es la línea de la libertad de palabra, se puede decir que no existe oposición entre carisma e institución, puesto que es el único Espíritu quien con diversos carismas anima a la Iglesia. Los dones espirituales sirven también en el ejercicio de los ministerios. Esos dones son concedidos por el Espíritu para contribuir a la extensión del reino de Dios. En este sentido, se puede decir que la Iglesia es una comunidad de carismas.

viernes, 1 de julio de 2011

Novena del Sagrado Corazón de Jesús


Día octavo:
El testimonio de la vida en Cristo en la Iglesia, comunidad profética (20.V.1992)

1. La Iglesia ejercita el oficio profético, del que hemos hablado en la catequesis anterior, por medio del testimonio de la fe. Este testimonio comprende y pone de relieve todos los aspectos de la vida y la enseñanza de Cristo. Lo afirma el concilio Vaticano II, en la constitución pastoral Gaudium et Spes, cuando presenta a Jesucristo como el hombre nuevo, que proyecta su luz sobre los enigmas de la vida y la muerte, de otra forma insolubles. 'EL misterio del hombre .dice el Concilio. sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado' (Gaudium et Spes, 22). Y, más adelante, afirma que ésta es la ayuda que la Iglesia desea ofrecer a los hombres para que descubran o redescubran en la revelación divina su genuina y completa identidad. 'Como a la Iglesia .leemos. se ha confiado la manifestación del misterio de Dios, que es el último fin del hombre, la Iglesia descubre con ello al hombre el sentido de la propia existencia, es decir, la verdad más profunda acerca del ser humano. Bien sabe la Iglesia que sólo Dios, al que ella sirve, responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia plenamente con solos los alimentos terrenos' (ib., 41). Eso significa que el oficio profético de la Iglesia, que consiste en anunciar la verdad divina, implica también la revelación al hombre de la verdad sobre él mismo, verdad que sólo en Cristo se manifiesta en toda su plenitud.

2. La Iglesia muestra al hombre esta verdad no sólo de forma teórica o abstracta, sino también de un modo que podemos definir existencial o muy concreto, porque su vocación es dar al hombre la vida que está en Cristo crucificado y resucitado: como Jesús mismo anuncia a los Apóstoles, 'porque yo vivo y también vosotros viviréis' (Jn 14,19).
El regalo al hombre de una vida nueva en Cristo tiene su inicio en el momento del bautismo. San Pablo lo afirma de modo inigualable en la carta a los Romanos: '¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si nos hemos hecho una misma cosa con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante... Así también vosotros, considerados como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús' (Rom. 6, 3.5. 11). Es el misterio del bautismo, como inauguración de la vida nueva participada por el 'hombre nuevo', Cristo, a los que son injertados sacramentalmente en su único cuerpo, que es la Iglesia.

3. Se puede decir que, en el bautismo y en los demás sacramentos, de verdad 'la Iglesia manifiesta plenamente al hombre el sentido de su propia existencia', de un modo vivo y vital. Se podría hablar de una 'evangelización sacramental', que se halla incluida en el oficio profético de la Iglesia y ayuda a comprender mejor la verdad acerca de la Iglesia como 'comunidad profética’.
El profetismo de la Iglesia se manifiesta al anunciar y producir sacramentalmente la 'sequela Christi', que se transforma en imitación de Cristo no sólo en sentido moral, sino también como auténtica reproducción de la vida de Cristo en el hombre. Una 'vida nueva' (Rom. 6, 4), una vida divina, que por medio de Cristo es participada al hombre como afirma en repetidas ocasiones san Pablo: 'A vosotros, que estabais muertos en vuestros delitos..., Dios os vivificó juntamente con él (Cristo)' (Col 2, 13); 'el que está en Cristo es una nueva creación' (2 Cor. 5,17).

4. Así, pues, Cristo es la respuesta divina que la Iglesia de los problemas humanos fundamentales: Cristo, que es el hombre perfecto. El Concilio dice que 'el que sigue a Cristo... se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre' (Gaudium et Spes, 41). La Iglesia, al dar testimonio de la vida de Cristo, 'hombre perfecto', señal todo hombre el camino que lleva a la plenitud de realización de su propia humanidad. Asimismo, presenta a todos con su predicación un auténtico modelo de vida e infunde en los creyentes con los os sacramentos la energía vital que permite el desarrollo de la vida nueva, que se transmite de miembro a miembro en la comunidad eclesial. Por esto, Jesús llama a sus discípulos 'sal de la tierra' y 'luz del mundo' (Mt 5, 13.14).

5. En su testimonio de la vida de Cristo, la Iglesia da conocer a los hombres a aquel que en su existencia terrena realizó del modo más perfecto 'el mayor y el primer mandamiento' (Mt 22, 38)40), que él mismo enunció. Lo realizó en su doble dimensión. En efecto, con su vida y con su muerte, Jesucristo mostró lo que significa amar a Dios 'sobre todas las cosas' con una actitud de reverencia y obediencia al Padre, que le llevaba a decir: 'Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra' (Jn 4, 34). También confirmó y realizó de modo perfecto el amor al prójimo, con respecto al cual se definía y se comportaba como 'el Hijo del hombre (que) no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos (Mt 20, 28).

6. La Iglesia es testigo de la verdad de las bienaventuranzas proclamadas por Jesús (Cfr. Mt 5, 3.12). Trata de multiplicar en el mundo:  'los pobres de espíritu', que no buscan en los bienes materiales ni en el dinero la finalidad de la vida; 'los mansos', que revelan el 'corazón manso y humilde' de Cristo y renuncian a la violencia; 'los limpios de corazón', que viven en la verdad y en la lealtad; 'los que tienen hambre y sed de justicia', es decir, de la santidad divina que quiere establecerse en la vida individual y social; . 'los misericordiosos', que tienen compasión de los que sufren y les ayudan; 'los que trabajan por la paz', que promueven la reconciliación y la armonía entre los individuos y las naciones.

7. La Iglesia es testigo y portadora de la ofrenda sacrificial que Cristo hizo de sí mismo. Sigue el camino de la cruz y recuerda siempre la fecundidad del sufrimiento soportado y ofrecido en unión con el sacrificio del Salvador. Su oficio profético se ejercita en el reconocimiento del valor de la cruz. Por ello, la Iglesia se esfuerza por vivir de modo especial la bienaventuranza de los que lloran y los perseguidos.
Jesús anunció persecuciones a sus discípulos (Cfr. Mt 24, 9 y paralelos). La perseverancia en las persecuciones es parte del testimonio que la Iglesia da de Cristo: desde el martirio de san Esteban (Cfr. Hech 7, 55-60), de los Apóstoles, de sus primeros sucesores y de tantos cristianos, hasta los sufrimientos de los obispos, sacerdotes, religiosos y simples fieles, que también en nuestro tiempo han derramado su sangre y sufrido torturas, encarcelamientos y humillaciones de todo tipo por su fidelidad a Cristo.
La Iglesia es testigo de la resurrección; testigo de la alegría de la buena nueva; testigo de la felicidad eterna y de la que da Cristo resucitado ya en la vida terrena, como veremos en la próxima catequesis.

8. Al dar este múltiple testimonio de la vida de Cristo, la Iglesia ejercita su oficio profético. Al mismo tiempo, mediante este testimonio profético 'manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación' como nos dijo el Concilio (Gaudium et Spes, 22).
Se trata de una misión profética que tiene un sentido netamente cristocéntrico y que, precisamente por ello, reviste un profundo valor antropológico, como luz y fuerza de vida que brota del Verbo encarnado. En esta misión en favor del hombre se encuentra comprometida hoy más que nunca la Iglesia, pues es consciente de que en la salvación del hombre se alcanza la gloria de Dios. Por esto, he dicho desde mi primera encíclica, Redemptor hominis, que 'el hombre es el camino de la Iglesia (n. 14

jueves, 30 de junio de 2011

Novena del Sagrado Corazón de Jesús


Séptimo día:
El testimonio de la caridad en la Iglesia, comunidad profética (3.VI.92)

1. En la constitución dogmática Lumen Gentium del concilio Vaticano II leemos: 'El pueblo santo de Dios participa también de la función profética de Cristo, difundiendo su testimonio vivo sobre todo con la vida de fe y caridad' (n. 12). En las anteriores catequesis hemos hablado del testimonio del amor. Es un tema de suma importancia, pues, como dice san Pablo, de estas tres virtudes: la fe, la esperanza y la caridad, 'la mayor es la caridad' (Cfr. 1 Cor. 13, 13). Pablo demuestra que conoce muy bien el valor que Cristo dio al mandamiento del amor. En el curso de los siglos la Iglesia no ha olvidado nunca esa enseñanza. Siempre ha sentido el deber de dar testimonio del evangelio de caridad con palabras y obras, a ejemplo de Cristo que, como se lee en los Hechos de los Apóstoles, 'pasó haciendo el bien' (Hech 10, 38).
Jesús puso de relieve el carácter central del mandamiento de la caridad cuando lo llamó su mandamiento: 'Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado' (Jn 15,12). No se trata sólo del amor al prójimo como lo prescribió el Antiguo Testamento, sino de un 'mandamiento nuevo' (Jn 13, 34). Es 'nuevo' porque el modelo es el amor de Cristo 'como yo os he amado', expresión humana perfecta del amor de Dios hacia los hombres. Y, más en particular, es el amor de Cristo en su manifestación suprema, la del sacrificio: 'Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por los amigos' (Jn 15,13).
Así, la Iglesia tiene la misión de testimoniar el amor de Cristo hacia los hombres, amor dispuesto al sacrificio. La caridad no es simplemente manifestación de solidaridad humana: es participación en el mismo amor divino.

2. Jesús dice: 'En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si os tenéis amor los unos a los otros' (Jn 13, 35). El amor que nos enseña Cristo con su palabra y su ejemplo es el signo que debe distinguir a sus discípulos. Cristo manifiesta el vivo deseo que arde en su corazón cuando confiesa: 'He venido a a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!'.(Lc. 12, 49). El fuego significa la intensidad y la fuerza del amor de caridad. Jesús pide a sus seguidores que se les reconozca por esta forma de amor. La Iglesia sabe que bajo esta forma el amor se convierte en testimonio de Cristo. La Iglesia es capaz de dar este testimonio porque, al recibir la vida de Cristo, recibe su amor. Es Cristo quien ha encendido el fuego del amor en los corazones (Cfr. Lc. 12, 49) y sigue encendiéndolo siempre y por doquier. La Iglesia es responsable de la difusión de este fuego en el universo. Todo auténtico testimonio de Cristo implica la caridad; requiere el deseo de evitar toda herida al amor. Así, también a toda la Iglesia se la debe reconocer por medio de la caridad.

3. La caridad encendida por Cristo en el mundo es amor sin límites, universal. La Iglesia testimonia este amor que supera toda división entre personas, categorías sociales, pueblos y naciones. Reacciona contra los particularismos nacionales que desearían limitar la caridad a las fronteras de un pueblo. Con su amor, abierto a todos, la Iglesia muestra que el hombre está llamado por Cristo no sólo a evitar toda hostilidad en el seno de su propio pueblo, sino también a estimar y mar a los miembros de las demás naciones, e incluso a los pueblos mismos.
4. La caridad de Cristo supera también la diversidad de las clases sociales. No acepta el odio ni la lucha de clases. La Iglesia quiere la unión de todos en Cristo; trata de vivir y exhorta y enseña a vivir el amor evangélico, incluso hacia aquellos que algunos quisieran considerar enemigos. Poniendo en práctica el mandamiento del amor de Cristo, la Iglesia exige justicia social y, por consiguiente, justa participación de los bienes materiales en la sociedad y ayuda a los más pobres, a todos los desdichados. Pero al mismo tiempo predica y favorece la paz y la reconciliación en la sociedad.

5. La caridad de la Iglesia implica esencialmente una actitud de perdón, a imitación de la benevolencia de Cristo que, aun condenando el pecado, se comportó como 'amigo de pecadores' (Cfr. Mt 11, 19; Lc. 19, 5.10) y no quiso condenarlos (Cfr. Jn 8, 11). De este modo, la Iglesia se esfuerza por reproducir en sí, y en el espíritu de sus hijos, la disposición generosa de Jesús, que perdonó y pidió al Padre que perdonar los que lo habían llevado al suplicio (Cfr. Lc. 23, 34).
Los cristianos saben que no pueden recurrir nunca a la venganza y que, según la respuesta de Jesús a Pedro, deben perdonar todas las ofensas, sin cansarse jamás (Cfr. Mt 18, 22). Cada vez que recitan el Padre nuestro reafirman su deseo de perdonar. El testimonio del perdón, dado y recomendado por la Iglesia, está ligado a la revelación de la misericordia divina: precisamente para asemejarse al Padre celeste, según la exhortación de Jesús (Cfr. Lc. 6, 36.38; Mt 6, 14.15; 18, 33.35), los cristianos se inclinan a la indulgencia, a la comprensión y a la paz. Con esto no descuidan la justicia, que nunca se debe separar de la misericordia.
6. La caridad se manifiesta también en el respeto y en la estima hacia toda persona humana, que la Iglesia quiere practicar y recomienda practicar. Ha recibido la misión de difundir la verdad de la revelación y dar a conocer el camino de la salvación, establecido por Cristo. Pero, siguiendo a Jesucristo, dirige su mensaje a hombres que, como personas, reconoce libres, y les desea el pleno desarrollo de su personalidad, con la ayuda de la gracia. En su obra, por tanto, toma el camino de la persuasión, del diálogo, de la búsqueda común de la verdad y del bien; y, aunque se mantiene firme en su enseñanza de las verdades de fe y de los principios de la moral, se dirige a los hombres proponiéndoselos, más que imponiéndoselos, respetuosa y confiada en su capacidad de juicio.
7. La caridad requiere, asimismo, una disponibilidad para servir al prójimo. Y en la Iglesia de todos los tiempos siempre han sido muchos los que se dedican a este servicio. Podemos decir que ninguna sociedad religiosa ha suscitado tantas obras de caridad como la Iglesia: servicio a los enfermos, a los minusválidos, servicio a los jóvenes en las escuelas, a las poblaciones azotadas por desastres naturales y otras calamidades, ayuda a toda clase de pobres y necesitados. También hoy se repite este fenómeno, que a veces parece prodigioso: a cada nueva necesidad que va apareciendo en el mundo responden nuevas iniciativas de socorro y de asistencia por parte de los cristianos que viven según el espíritu del Evangelio. Es una caridad testimoniada en la Iglesia, a menudo, con heroísmo. En ella son numerosos los mártires de la caridad. Aquí recordamos sólo a Maximiliano Kolbe, que se entregó a la muerte para salvar a un padre de familia.

8. Debemos reconocer que, al ser la Iglesia una comunidad compuesta también por pecadores, no han faltado a lo largo de los siglos las transgresiones al mandamiento del amor. Se trata de faltas de individuos y de grupos, que se adornaban con el nombre cristiano, en el plano de las relaciones recíprocas, sea de orden interpersonal, sea de dimensión social e internacional. Es la dolorosa realidad que se descubre en la historia de los hombres y de las naciones, y también en la historia de la Iglesia. Conscientes de la propia vocación al amor, a ejemplo de Cristo, los cristianos confiesan con humildad y arrepentimiento esas culpas contra el amor, pero sin dejar de creer en el amor, que, según san Pablo, 'todo lo soporta' y 'no acaba nunca' (1 Cor. 13, 7.8). Pero, aunque la historia de la humanidad y de la Iglesia misma abunda en pecados contra la caridad, que entristecen y causan dolor, al mismo tiempo se debe reconocer con gozo y gratitud que en todos los siglos cristianos se han dado maravillosos testimonios que confirman el amor, y que muchas veces .como hemos recordado. se trata de testimonios heroicos.
El heroísmo de la caridad de las personas va acompañado por el imponente testimonio de las obras de caridad de carácter social. No es posible hacer aquí un elenco de las mismas, aun sucinto. La historia de la Iglesia, desde los primeros tiempos cristianos hasta hoy, está llena de este tipo de obras. Y, a pesar de ello, la dimensión de los sufrimientos y de las necesidades humanas rebasa siempre las posibilidades de ayuda. Ahora bien, el amor es y sigue siendo invencible (omnia vincit amor), incluso cuando da la impresión de no tener otras armas, fuera de la confianza indestructible en la verdad y en la gracia de Cristo.
9. Podemos resumir y concluir con una aseveración, que encuentra en la historia de la Iglesia, de sus instituciones y de sus santos, una confirmación que podríamos definir experimental: la Iglesia, en su enseñanza y en sus esfuerzos por alcanzar la santidad, siempre ha mantenido vivo el ideal evangélico de la caridad; ha suscitado innumerables ejemplos de caridad, a menudo llevada hasta el heroísmo; ha producido una amplia difusión del amor en la humanidad; está en el origen, más o menos reconocido, de muchas instituciones de solidaridad y colaboración social que constituyen un tejido indispensable de la civilización moderna; y, finalmente, ha progresado y sigue siempre progresando en la conciencia de las exigencias de la caridad y en el cumplimiento de las tareas que esas exigencias le imponen: todo esto bajo el influjo del Espíritu Santo, que es Amor eterno e infinito.